CONSOLACIÓN EN ALGUNOS TEXTOS DE ISAÍAS
El tema teológico de la consolación ofrecida por Dios se encuentra principalmente en Is 40-66. El propio Ben-Sirah describe la acción consoladora en Isaías en estos términos:
«Con grande inspiración vio el fin de los tiempos y consoló a los afligidos de Sión» (Sir 48,24).
La aflicción y el sufrimiento del pueblo de Israel proviene de la tremenda experiencia del destierro en Babilonia. Los judíos habían sido deportados allí en tres fases por Nabucodonosor. Como en los tiempos de Egipto el sufrimiento encuentra un desahogo en el lamento abatido dirigido al Señor (cfr Éx 2,23-25), así ahora el desconsuelo de los desterrados encuentra en el tiempo del destierro su expresión en lamentaciones acongojadas.
La profundidad de este lamento es desgarradora porque Israel es consciente de que su actual situación se debe al hecho aterrador de que Dios ha juzgado la incoherencia, la infidelidad y la idolatría de su pueblo. En una palabra, Israel sabe que no ha respetado los compromisos asumidos con la alianza. Desde el abismo de su desolación no ve nada que pueda “consolarle”. Las preguntas resultan explícitas en la boca del propio autor:
«¿A quién te compararé? ¿A quién te haré semejante, oh hija de Jerusalén? ¿Quién te podrá salvar y confortar, oh virgen, hija de Sión?» (Lam 2,12 = LXX).
Estas preguntas son expresión de la última fase de la desesperación. El pueblo no divisa más horizonte que el de invocar al Señor. La salvación está en el encuentro del pueblo que grita y del Señor que responde con palabras y especialmente con acciones poderosas. Esta es la verdadera consolación. Había ya sucedido así en Egipto cuando, al grito de los hijos de Jacob, Dios «oyó... se acordó... miró... y los atendió» (Éx 2,23-25).
La verdadera consolación, por consiguiente, llega por una intervención de Dios. Esta supone, por tanto, una concienciación, una confesión y una súplica. Dios interviene finalmente en lo más profundo del sufrimiento, como iniciativa de respuesta a la reacción del pueblo que sufre. Aunque en el texto profético de Is 40-66 no se encuentra la misma secuencia de verbos que en Éxodo, este texto describe la determinación misma de Dios de intervenir de una manera tan decisiva como en Egipto. La intervención salvífica descrita por Isaías se llama “consolación”.
1. Dios consuela por medio de sus enviados
El primer paso donde Dios envía intermediarios de una misión consoladora lo vemos los primeros versículos del Deuteroisaías:
«Consolda, consolad a mi pueblo, dice vuestro Dios. Hablad al corazón de Jerusalén y gritadle que se ha cumplido su servicio, que está perdonado de su pecado» (40,1-2, TM).
Aquí el profeta, admitido en el consejo de Dios, comprende profundamente, por la propia voz de Dios, el mensaje que debe llevar. Es como si el profeta diera sonido a la voz incomprensible de Dios. Análogamente, el plan de liberación, de “consolación” de Dios, se hace palabra audible, y por tanto comprensible, en virtud de la voz del profeta. El cometido específico de éste se hace verdadero y auténtico sólo después de una experiencia de lo divino y de haberse concienciado de que es un enviado. Él puede solamente testimoniar una experiencia (ver el caso del Bautista, Jn 1,32-34).
Las palabras confiadas al profeta tienen fundamentalmente el tono del lenguaje del amor, y del amor nupcial, para que puedan penetrar en el corazón de un Israel desconsolado que es llamado “pueblo mío” y “esposa”. Esta calificación, que supone ya una perfecta reconciliación entre Dios y los desterrados, tiene la finalidad de reanimar, reconfortar y, por tanto, disponer los ánimos para volver a vivir maravillas parecidas a las del primer destierro.
El profeta debe así sumergirse en las contingencias actuales del pueblo, comprender sus lógicas internas e insertar en ellas la voz propia de quien le envía. La situación se convierte entonces en lugar teológico de la voluntad de Dios a través de la obra interpretativa del profeta. Éste da las indicaciones para una lectura de los signos de los tiempos y confirma nuevamente al pueblo: el tempo, el kairós, se ha convertido en “oportuno” para un cambio.
Este proceso, sin embargo, no es fruto de un estudio sociológico, sino de una escucha atenta y silenciosa de la voz de Dios, que se puede comprender sólo si se nos admite en su consejo. El verdadero profeta es, pues, un contemplativo de las realidades divinas. Tras esta contemplación deja de hablar en virtud propia y lo hace solamente en nombre de Dios.
En nuestro caso, el profeta ha escuchado la voz de Dios y necesariamente debe ir, llevarla y traducirla a los desterrados: es el “mensajero”. Es una voz que incluye “consolación” para los que, hace ya largos años, se encuentran bajo el yugo de la esclavitud. El mensaje es gozoso porque perfila una inminente intervención de Dios. Anuncia, en efecto, el final de la esclavitud, el perdón de los pecados y la venida de Dios.
Ya en el primer anuncio deuteroisaiano se percibe que la verdadera consolación no se limita a un simple “mensaje gozoso”, sino a su positividad concreta. Apenas el mensaje divino entra en la historia, automáticamente debe influir en la situación. De hecho, aquí el sufrimiento es anunciado como ya terminado, y la culpa de Israel como ya descontada. Las palabras consoladoras son sólo la expresión de un cambio ya en acto y destinado a completarse en breve tiempo.
El Tritoisaías, o Isaías III, nos ofrece un texto que describe la acción mediata de Dios:
«El espíritu del Señor Dios está en mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres, a curar los corazones oprimidos, a anunciar la libertad de los cautivos, la liberación a los presos; a proclamar un año de gracia del Señor, un día de venganza para nuestro Dios. A consolar a todos los afligidos, a dar a todos los afligidos de Sión una diadema en lugar de ceniza, perfume de alegría en lugar de vestido de luto, alabanza en lugar de espíritu abatido. Se les llamará encinas de justicia, plantación del Señor para su gloria» (61,1-3).
EI profeta se siente abordado por el Espíritu de Dios, quien autentifica su cometido de “evangelista” y “heraldo” de un anuncio nuevo e inaudito. También en este caso el mensaje trata de preparar los ánimos, de disponer a las personas a la inminente intervención de Dios, que cambiará en gozo la situación de los afligidos.
Nótese que los intermediarios no tienen poder propio, pero el de “proclamar el anuncio gozoso” es un poder eficaz y puede cambiar la situación de los hombres. Ellos sólo tienen la misión divina de acrisolar los espíritus para hacerlos idóneos, en el momento adecuado, de darse cuenta del tiempo oportuno para una radical y total transformación.
Por eso el profeta se hace voz de Dios y estimula al pueblo con esta exhortación:
«Preparad en el desierto para el Señor un camino, allanad en la estepa una senda para nuestro Dios. Que los valles se eleven, que las montañas y colinas se abajen, que los caminos tortuosos se hagan rectos y los escabrosos llanos. La gloria del Señor se manifestará y todo mortal la verá, porque la boca del Señor ha hablado!» (Is 40,3-5).
El lenguaje altamente simbólico del profeta indica que el pueblo debe prepararse moralmente para la inminencia de la gran revelación-acción divina. Esto deja intuir que la obra consoladora es una acción compleja: la iniciativa es exclusiva de Dios, que no obstante se sirve de la mediación humana y envía el mensaje por medio del profeta, se combina con la respuesta del pueblo.
2. Dios consuela personalmente
Las colecciones del Segundo y del Tercer Isaías ofrecen una larga serie de textos que describen a Dios en su actividad propia de “consolador”. Nos limitaremos a algún texto para descubrir qué hace Dios al realizar esta acción consoladora.
«Yo, yo soy tu consolador. ¿Quién eres tú para temer a un hombre mortal, a un hijo de Adán, condenado a la suerte del heno? ¿Vas a olvidar al Señor tu creador, que desplegó los cielos y fundó la tierra...?» (Is 51,12).
Dios pues se define y se presenta aquí como el Creador omnipotente: “yo soy tu consolador”, “tu creador, que desplegó los cielos”. De Is 51,12 se desprende que es el existente-consolador, como diciendo que el opus consolador forma parte intrínsecamente de su ser de Dios. Dios pues emplea su poder creador para eliminar todos los obstáculos que se interponen en la realización del proceso de salvación. Al presentarse con esta clara capacidad de decisión, Dios responde a todas las preguntas angustiosas del pueblo que busca un consolador. Dios se presenta, por tanto, como la consolación auténtica. (Is 57,18).
Especialmente después de haber visto la situación, del pueblo, las “ruinas de Sión”, no se limita a pronunciar palabras circunstanciales, sino que la Palabra de su intervención cambia radicalmente la situación:
«Sí, el Señor se compadece de Sión, se compadece de todas sus ruinas; convertirá su desierto en un edén, y su tierra seca en el jardín del Señor. Gritos de gozo y júbilo se oirán en ella, acción de gracias al son de la música» (Is 51,3 = LXX).
De esta intervención positiva del Dios creador-consolador, Sión, la ciudad de Dios, la esposa, que antes estaba “afligida”, “desconsolada”, se reconstruye maravillosamente. Así lo expresa el autor cuando describe sus piedras asentadas sobre malaquita y sus cimientos sobre zafiros (Is 54,11). Sión, la esposa, será agasajada con cantos nupciales, de entusiasmo y alegría, y luego por el culto renovado al Dios viviente, acompañado de la confesión festiva y la alabanza unitiva.
Este pueblo “gusanillo de Jacob”, “larva insignificante de Israel” (Is 41,14), no debe ya tener miedo, porque el auxilio del Santo de Israel está en acción. Dios no podía olvidar al pueblo que se había elegido (Is 41,8; 44,1; 46,3). La fidelidad de Dios se manifiesta puntualmente en el curso del tiempo y de la historia, de tal modo que el fin último del plan de la salvación determina intervenciones puntuales de Dios. E Israel no debe nunca perder de vista esta última meta. Cuando lo hace así, se encuentra con el silencio y el abandono de Dios.
El profeta usa dos imágenes plásticas para definir la eficacia de la acción consoladora de Dios: el pastor y la madre:
«Como un pstor apacienta a su rebaño, en su brazo recoge a los corderos, en su seno los lleva y conduce al reposo a las paridas» (Is 40,11).
La imagen bucólica del pastor era muy familiar a Israel y se repite a menudo en su experiencia de pueblo peregrinante guiado y “apacentado” por su Dios (en el NT es tomada por Mt 18,12 s.; Lc 15,3-7; Jn 10,1-16 y otros). El Señor ha tenido con su rebaño gestos delicados y solícitos. De hecho, lo alimenta, lo congrega, lo protege de los peligros de la noche y lo recoge en el aprisco, y especialmente cuida con especial ternura a los más débiles, como a los corderitos y las ovejas grávidas. Estas últimas sienten también su acción consoladora porque Él está continuamente presente, dispuesto a intervenir cuando la situación lo requiere.
Así, la atención esmerada de Dios prosigue con la imagen de la madre:
«Como a un hijo a quien consuela su madre, así yo os consolaré a vosotros; por Jerusalén seréis consolados» (66,13 = LXX).
Dios se compara aquí con una madre que consuela a su hijo. Más aún, se inclina como una madre sobre Jerusalén a «secar las lágrimas de todos los rostros» (Is 25,8). Y como se trata de Dios, poder y ternura están unidas. Por consiguiente, como Dios-consolador, actúa el Dios-Creador, el Dios-Madre.
También los efectos benéficos producidos por la intervención consoladora de Dios resultan suficientemente evidentes en Isaías. El primer resultado positivo es la eliminación de todos los enemigos de Israel, que serán incluso entregados como garantía de rescate del pueblo elegido (43,3).
Otro segundo resultado, más exaltante aún, es que el mismo Dios guiará el nuevo éxodo construyendo un camino amplio en el desierto (49,11). La vuelta de los desterrados será seguida por una vasta reconstrucción de la ciudad de Jerusalén, que será a su vez la madre en cuyos pechos de gloria, figura de la primera consolación, podrán saciarse sus hijos (cfr 66,11). Con esta experiencia renovada de éxodo, Israel establece una nueva relación con su Dios. Esta será más perfecta que la antigua porque en esta ocasión recibirá el espíritu de Dios, única garantía de estabilidad y perennidad de la nueva relación (44,1-5).
El último efecto benéfico se verifica en la misma naturaleza creada. No habrá ya, como en el pasado, desierto y estepa árida, sino ríos, fuentes, manantiales, pastos y jardines con árboles. Una nueva creación existe gracias a la acción de un Dios consolador. Y la creación misma, por tanto, es invitada y dulcemente se presta a colaborar con el Señor, uniéndose a la alegría de los desterrados que vuelven:
«Cielos, gritad de gozo; alégrate, tierra; montes, saltad de júbilo, pues el Señor ha consolado a su pueblo, se ha compadecido de los desgraciados» (49,13).
El perdón de las culpas, la destrucción de los enemigos, el retorno de la esclavitud de Babilonia y la nueva creación son el contenido de la acción de Dios en Is 40-66, que tiene características propias. En primer lugar, como hemos visto, Dios no se limita a repartir expresiones genéricas o promesas de consolación, sino que interviene personalmente “con palabra y con poder”, cambiando en alegría la situación de desolación de su pueblo. En segundo lugar, Dios lleva adelante su acción empleando toda su omnipotencia de creador. En tercer lugar, une poder y amor especialmente cuando se compara con una madre que consuela. Y, finalmente, Dios emerge como el único principio, como la única fuente de consolación, mientras que el profeta, como mensajero suyo, es su humilde y dócil mediador y colabora con su Señor, proclamando eficazmente el “anuncio gozoso” de la acción consoladora divina.
Algunas preguntas
- ¿Conozco todas las situaciones existenciales que necesitan “consolación”? ¿Soy capaz de percibir también los gritos sin sonido?
- A la luz de lo dicho hasta aquí, ¿quién es el profeta? ¿Y qué función tiene en el contexto de una acción consoladora?
- ¿Puede haber un profeta de la consolación que no sea contemplativo? ¿Y qué es la contemplación en un contexto donde se necesita consolación?
P. Antonio Magnante